Reflexión para hoy:

     

domingo, 5 de diciembre de 2010

Los gritos del silencio





En Camboya tuvo lugar el experimento de ingeniería social más atrevido y radical de todos los tiempos. Fue el socialismo llevado a su consecuencia lógica, a su mayor extremo. El dinero desapareció y la colectivización integral se llevó a cabo en sólo dos meses. El gobierno socialista del Angkar duró tres años y ocho meses y sembró de cadáveres el país. El fatal resultado del experimento socialista fue el de dos millones de muertos para una población total de ocho millones.

En la nueva Kampuchea democrática no había cárceles, ni tribunales, ni universidades, ni institutos, ni moneda, ni deporte, ni distracciones… En una jornada de veinticuatro horas no se toleraba ningún tiempo muerto. El país era un inmenso campo de concentración. Ya no había justicia. Era el Angkar el que decidía todos los actos de la vida de los ciudadanos.

El líder de esta pesadilla, Pol Pot, así como sus Jemeres Rojos iniciaron en 1970 una guerra civil apoyada por el gobierno de Ho Chi Minh. Ya entonces, mostraron su extrema crueldad. No sólo los prisioneros fueron maltratados y ejecutados, sino que también fueron encarcelados sus familias, reales o inventadas, monjes budistas, gente sospechosa en general, supuestos intelectuales sólo por el hecho de saber leer o tener gafas que posibilitaban la lectura. Los malos tratos, el hambre y las enfermedades acabaron con casi todos ellos y, desde luego, con la totalidad de los niños detenidos.

En las prisiones se numeraba y fotografiaba a las víctimas antes de su ejecución. Si el torso estaba desnudo, el papel con el número se sujetaba con un imperdible clavado en la piel.

El terror que se vivió en la guerra no era más que el preludio de lo que llegaría después de finalizar el conflicto bélico el 17 de abril de 1975, con el triunfo de Pol Pot. La primera medida fue el desalojo de los más de 3 millones de habitantes de las ciudades. Esto provocó la división entre "viejos" (los campesinos de siempre) y "nuevos" (los habitantes de las ciudades reconvertidos), de los que estos últimos se llevarían la peor parte de la represión que vino más tarde.

La Kampuchea democrática dejó en sus supervivientes una pérdida completa de valores. La supervivencia exigía la adaptación a las nuevas reglas del juego, de las cuales la primera era el desprecio a la vida humana. "Perderte no es una pérdida. Conservarte no es de ninguna utilidad", según rezaban los manuales del Angkar.

Pol Pot anunciaba un futuro radiante en sus discursos. Prometía pasar de la tonelada de arroz por hectárea y año, a tres en un futuro breve. El arroz se convirtió en el monocultivo. Los mandos obligaban a trabajar sin descanso a sus esclavos asignados para mejorar la reputación entre sus superiores. En algunos extremos se llegaba a jornadas de 18 horas, en la que los hombres más robustos eran los que padecían mayores exigencias y, en consecuencia, morían antes.

No obstante, la planificación central y el desprecio por la técnica (sustituida por la educación política) destruyeron la hasta entonces siempre próspera cosecha arrocera camboyana. Para finales de 1976 se calculaba que la superficie cultivada era la mitad que antes de 1975. El hambre era inevitable y, con él, la deshumanización y el sometimiento al Angkar. Aunque quizá menos extendido que en la China del "Gran Salto Adelante", el canibalismo se convierte en costumbre.

La familia era considerada una forma de resistencia natural al poder absoluto del Partido, que debía llevar al individuo a una dependencia total del Estado. Por tanto, las familias eran separadas y la autoridad paterna castigada: la educación era responsabilidad exclusiva del Angkar. Los sentimientos humanos eran despreciados y considerados un pecado de individualismo. Sólo por intentar ayudar a alguien se recibía una paliza puesto que según el Angkar: "No es deber de nadie ayudar, al contrario, esto demuestra que todavía se tiene piedad y sentimientos. Hay que renunciar a esos sentimientos y extirpar de la mente las inclinaciones individualistas."

Los ciudadanos pertenecían al sistema, no a sí mismos. Su vida era totalmente regulada. Había que evitar cualquier fallo, incluso involuntario: un resbalón, la rotura de un vaso; no podían ser un error sino una traición contrarrevolucionaria que conducía a un castigo seguro. A veces la muerte, otras la flagelación, que en los más débiles era equivalente. Los niños también espiaban a los mayores en busca de culpabilidades reales o inventadas.

No había muertos, esa palabra era tabú, ahora tan sólo existían cuerpos que desaparecían. "Basta un millón de buenos revolucionarios para el país que nosotros construimos", se rezaba en las reuniones de los Jemeres Rojos. El destino de los demás era evidente. La muerte cotidiana era lo frecuente; curiosamente los casos considerados graves eran los que iban a prisión, donde se obligaba con tortura a la delación y, finalmente, se ejecutaba a los presos.

Un detenido por el crimen de hablar inglés cuenta como fue encadenado durante meses con unos grilletes que le cortaban la piel. El desmayo era su único alivio. Todas las noches los guardias se llevaban a varios prisioneros a los que nunca volvían a ver.

Los niños no se libraban de la crueldad del sistema carcelario. Muchos eran encarcelados por robar comida. Los guardianes los golpeaban y les daban patadas hasta que morían. Los convertían en juguetes vivos colgándolos de los pies, luego trataban de acertarles con sus patadas mientras se balanceaban. A otros, en una marisma cercana a la prisión, los hundían y cuando empezaban las convulsiones, dejaban que apareciera su cabeza para sumergirlos de nuevo y así se extendiera la agonía que, para ellos, era normal aplicar a los contrarrevolucionarios.

En los campos, lo que causaba terror era la incertidumbre o el misterio que rodeaban las innumerables desapariciones. Los asesinatos se llevaban a cabo a discreción.

Para ahorrar balas y gastos al Estado socialista, sólo un 29% de los condenados a muerte eran fusilados. El 53% moría con el cráneo aplastado por una piedra, el 6% ahorcado, el 7% ahogado en el agua y el 5% apaleado. Todos los cadáveres eran luego usados como abono para los arrozales.

¡¡ Pura eficiencia socialista de los recursos naturales y medioambientales!!.
¡¡Puro equilibrio presupuestario al estilo más socialista!!


En cuanto a la película, la historia se centra en la Camboya de agosto de 1973.

Ya se ha producido la declaración oficial del fin de la guerra en Vietnam pero el conflicto se ha extendido a Camboya, donde los "Jemeres rojos", un movimiento revolucionario socialista, pretenden controlar el poder mediante el uso de la violencia.

Un periodista del New York Times y el resto de los súbditos con pasaporte extranjero se encuentran recluidos en el Hotel “Le Piñón” a la espera de ser trasladados a sus países de origen. Los colegas periodistas del camboyano Dith Pan tratan de falsificar su pasaporte haciéndole pasar por súbdito norteamericano para evitar ser ajusticiado despiadadamente por los Jemeres Rojos. La pesadilla ha comenzado





3 comentarios:

  1. Cincinato, espero que no haya sido un clon en el que ha venido al blog. Hasta me he asustado un poco %O
    De todos modos, no he podido evitar 'pasarlo' casi todo a una entrada (espero que no te importe). Porque básicamente ME HA EN CAN TAO

    Saludos

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  2. Todo está a tu disposición. Ya sabes,si las libertades no se usan se oxidan, pues eso!!!

    Un saludo y permanecemos en contacto

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  3. Como de costumbre, muy interesante. Y estremecedor, muy estremecedor.

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