Reflexión para hoy:
lunes, 4 de julio de 2011
Delito, vicio y virtud
He rescatado un interesante ensayo que escribió en 1875 el encomiable Mr. Spooner. Os lo transcribo a continuación después de haber realizado algunas correcciones de traducción, síntesis e interpretación de acuerdo con los tiempos actuales en los que vivimos, aunque cabe decir que nuestra casta política sigue siendo tan intervencionista o más que en el pasado.
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Entendemos por vicio aquel acto por el que una persona se daña a sí misma o a su propiedad. En cambio, delito o crimen es aquel acto por el que un individuo daña la persona o propiedad de otro.
Los vicios son simplemente los errores que un hombre comete en la búsqueda de su propia felicidad. Al contrario, los delitos, no implican malicia hacia otros, ni en su persona ni en sus propiedades.
En los vicios falta la verdadera esencia del delito, esto es, la intención de lesionar la persona o propiedad de otro.
Es un principio legal que no puede haber delito sin voluntad criminal; es decir, sin la voluntad de invadir la persona o propiedad de otro. Pero nunca nadie practica un vicio con esa voluntad criminosa. Uno ejerce su vicio solamente por propia satisfacción y no por malicia alguna hacia otros.
En tanto no se realice y reconozca legalmente esta clara distinción entre vicios y delitos, no puede existir en este mundo, el derecho individual, la libertad o la propiedad. No puede existir algo tan esencial como el derecho de un hombre a controlar su propia persona y propiedad, así como los correspondientes derechos de otros hombres a controlar su propia persona y propiedades.
Para un gobierno declarar un vicio como delito, y penalizarlo como tal, es un intento de falsificar la verdadera naturaleza de las cosas. Es tan absurdo como declarar lo verdadero falso, o lo falso verdadero.
Cada acto voluntario de la vida de un hombre es virtuoso o vicioso. Quiere decir que está de acuerdo o en conflicto con las leyes naturales de la materia y el pensamiento de las que depende su salud y bienestar físico, mental y emocional. En otras palabras, todo acto de su vida tiende en general o bien a su satisfacción o a su insatisfacción. Ningún acto de su existencia resulta indiferente. Más aún, cada ser humano difiere de los demás seres humanos en su constitución física, mental y emocional. También en las circunstancias que le rodean. Por tanto, muchos actos que resultan virtuosos y tienden a la satisfacción en el caso de una persona, son viciosos y tienden a la insatisfacción en el caso de otra.
También muchos actos que son virtuosos y tienden a la satisfacción en el caso de un hombre en un momento dado y bajo ciertas circunstancias, resultan ser viciosos y tienden a la insatisfacción en el caso de la misma persona en otro momento y bajo otras circunstancias.
Conocer de cada hombre, en todas y cada una de las condiciones en las que pueda encontrarse, qué acciones son virtuosas y cuáles viciosas. En otras palabras, saber qué acciones tienden, en general, a la satisfacción y cuáles a la insatisfacción, es el estudio más profundo y complejo al que nunca ni siquiera la mejor mente humana haya podido o podrá dedicarse. Sin embargo, es un estudio constante que cada persona (tanto la más pobre como la más grande en intelecto) debe necesariamente realizar. Y debe hacerlo a partir de los deseos y necesidades de su propia existencia.
Se trata, también, de un estudio que cada persona, de su cuna a su tumba debe efectuar obteniendo sus propias conclusiones. Porque nadie sabe o siente, o puede saber o sentir, como él mismo, los deseos y necesidades; las esperanzas y los temores; así como los impulsos de su propia naturaleza o la presión de sus propias circunstancias.
A menudo no es posible decir que los denominados vicios lo sean realmente, excepto a partir de cierto grado. Es difícil decir de cualquier acción o actividad viciosa, que realmente hubiera sido de esa índole si se hubiera detenido antes de determinado punto. La cuestión de la virtud o el vicio, por tanto, en todos esos casos es una cuestión de cantidad y grado y no del carácter intrínseco de cualquier acto aislado por sí mismo. A este hecho se añade la dificultad, por no decir la imposibilidad, excepto la de cada individuo por sí mismo, de que alguien trace la línea adecuada o algo que se le parezca, o sea, indicar dónde termina la virtud y empieza el vicio. Y ésta es otra razón por la que toda la cuestión de la virtud y el vicio debería dejarse a cada persona para que la resuelva por sí misma.
Los vicios son normalmente placenteros, al menos por un tiempo y a menudo no se descubren como vicios, por sus efectos, hasta después de que se han practicado durante años, incluso una vida entera. Muchos, quizá la mayoría de los que los practican, no los descubren como vicios en toda su vida. Las virtudes, por otro lado, normalmente parecen duras y severas, requiriendo al menos el sacrificio de la satisfacción inmediata y los resultados positivos, que es lo que prueba que son virtudes. Las virtudes suelen ser a menudo distantes y oscuras. Tan absolutamente invisibles en la mente de muchos, especialmente de los jóvenes, que por su propia naturaleza no puede ser de conocimiento universal, ni siquiera general, que son virtudes. En realidad muchos filósofos se han dedicado con gran esfuerzo (si no totalmente en vano, sin duda con escasos resultados) a trazar los límites entre las virtudes y los vicios.
Si resulta tan difícil, por tanto, casi imposible en la mayoría de los casos determinar qué es vicio y qué no o, en concreto, si es tan difícil en casi todos los casos determinar dónde acaba la virtud y empieza el vicio; y si estas cuestiones, que nadie puede realmente determinar para nadie salvo para sí mismo, no se dejan libres y abiertas para que todos las experimenten, cada persona se verá privada de un derecho fundamental del ser humano, es decir: su derecho a inquirir, investigar, razonar, probar, experimentar, juzgar y establecer por sí misma qué es virtud y qué es vicio. En otras palabras, qué es lo que le produce satisfacción y qué es lo que le produce insatisfacción. Si este importante derecho no se deja libre y abierto para todos, entonces se deniega el derecho de cada hombre, como ser humano racional, a la “libertad y a la búsqueda de la felicidad”.
Venimos al mundo ignorando todo lo que se refiere a nosotros mismos y a nuestro entorno. Por una ley fundamental de nuestra naturaleza nos vemos impulsados por el deseo de felicidad y frenados por el miedo al dolor. Pero tenemos que aprender todo respecto de qué nos produce satisfacción o felicidad y qué nos produce dolor. Ninguno de nosotros es completamente parecido, física, mental o emocionalmente o, en consecuencia, son distintos nuestros requisitos físicos, mentales o emocionales para obtener satisfacción y evitar la insatisfacción. Por tanto, nadie puede aprender de otro esta lección indispensable sobre la satisfacción y la insatisfacción. La virtud y el vicio. Cada uno debe aprender por sí mismo. Para aprender, debe tener libertad para experimentar lo que considere pertinente y así formarse un juicio. Algunos de estos experimentos tienen éxito y, como lo tienen, se les denominan virtudes; otros fracasan y, precisamente por fracasar, se les denominan vicios. Se obtiene tanta sabiduría de los fracasos como de los éxitos, de los llamados vicios como de las llamadas virtudes. Todos son necesarios para la adquisición del conocimiento de nuestra propia naturaleza y del mundo que nos rodea , así como de nuestras adaptaciones o inadaptaciones al mismo. También nos ayudará a aprender cómo se adquiere felicidad y cómo se evita el dolor. Y si no se nos permitiera intentar esta experimentación, se nos restringiría la adquisición de conocimiento y, consecuentemente, el derecho a buscar el gran propósito y tarea de nuestra vida.
En base a lo anterior os traigo a colación un fragmento de la Declaración de Independencia de 4 de julio de 1776:
Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacer justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad.
Un hombre no está obligado a aceptar la palabra de otro, o someterse a la autoridad de alguien en un asunto tan vital para él y sobre el que nadie más tiene, o puede tener, un interés como el que él mismo tiene. No puede, aunque quisiera, confiar con seguridad en las opiniones de otros hombres, porque encontrará que las opiniones de otros hombres no son coincidentes.
Ciertas acciones, o secuencias de acciones, han sido realizadas por muchos millones de hombres a través de sucesivas generaciones y han sido por ellos consideradas, en general, como conducentes a la satisfacción y, por tanto, virtuosas. Otros hombres en otras épocas o países, o bajo otras condiciones, han considerado como consecuencia de su experiencia y observación que esas acciones tienden, en general, a la insatisfacción y son por tanto viciosas. La cuestión de la virtud y el vicio, como ya se ha indicado anteriormente, también se ha considerado, para la mayoría de los pensadores, como una cuestión de grado, esto es, de hasta qué nivel deben realizarse ciertas acciones; y no del carácter intrínseco de un acto aislado por sí mismo. Las cuestiones acerca de la virtud y el vicio, por tanto, han sido tan variadas y de hecho, tan infinitas, como las variedades de mentes, cuerpos y condiciones de los diferentes individuos que habitan el mundo. La experiencia de siglos ha dejado sin resolver un número infinito de estas cuestiones. De hecho, difícilmente puede decirse que se haya resuelto alguna.
En medio de esta inacabable variedad de opiniones, ¿qué hombre o grupo de hombres tiene derecho a decir, respecto de cualquier acción o serie de acciones:“Hemos intentado este experimento y determinado todas las cuestiones relacionadas con él. Lo hemos determinado no sólo para nosotros, sino para todos los demás. Y respecto de todos los que son más débiles que nosotros, les obligaremos a actuar de acuerdo con nuestras conclusiones. No puede haber más experimentos posibles sobre ello por parte de nadie y por tanto, no puede haber más conocimientos por parte de nadie”
¿Quiénes son los hombres que tienen derecho a decir eso? Sin duda, ninguno. Los hombres que de verdad lo han dicho son descarados impostores y perversos tiranos, que detendrían el progreso del conocimiento; usurpando el control absoluto sobre las mentes y cuerpos de sus semejantes. Son los déspotas contra los que debemos resistirnos al instante y sin tregua. Alguien pensará que se trata de ignorantes de su propia debilidad y de sus relaciones reales con otros hombres, y que merecen la simple piedad. Eso está bien pensado en términos compasivos, pero después de que se les haya despojado del poder. Mientras tanto, son muy peligrosos por el gran daño que pueden ocasionar tanto para la población presente como para la futura. Cuando en Iraq ahorcaron al déspota Sadam Hussein, muchos sintieron esa piedad que él nunca tuvo con sus víctimas. Recordemos la forma en la que los kurdos fueron gaseados con independencia de su edad.
Sabemos que hay déspotas repartidos por todo el mundo. Algunos intentan ejercitar su poder sólo en una esfera pequeña, por ejemplo, sobre sus hijos, vecinos, amigos y compañeros de trabajo. Otros intentan ejercitarlo a un nivel mayor. Por ejemplo, un anciano en Roma o en Teherán, así como unos pseudosalvadores del pueblo en Cuba o Venezuela, ayudado por unos pocos subordinados, intentan decidir acerca de todas las cuestiones de la virtud y el vicio, es decir, de la verdad y la mentira. Los demagogos revolucionarios, los papas y los ayatolás afirman conocer y enseñar qué ideas y prácticas religiosas son beneficiosas o perjudiciales para la felicidad del hombre, no sólo en este mundo, sino en el venidero. Afirman estar milagrosamente inspirados para realizar su trabajo y así virtualmente conocer, como hombres sensibles, que nada menos que esa inspiración milagrosa les cualifica para ello. Los comunes mortales tenemos que meditar sobre si los papas, ayatolás o liberadores únicos y universales del pueblo son realmente infalibles y, en segundo lugar, si son simples hombres como nosotros.
Con la figura del Papa hicieron falta muchos siglos para permitir llegar a conclusiones definitivas acerca de las meditaciones citadas. Y aún parece que la primera debe ser previa a resolver cualquier otra cuestión, porque hasta que no se determina la infalibilidad, no existe autoridad para decidir otra cosa. Sin embargo, hasta después de ese momento, cada Papa, siguió intentando influir sobre otras cuestiones relacionadas con supuestos vicios, como desaconsejar la utilización de preservativos. Y quizás puedan intentar influir sobre otras en el futuro, si continuaran encontrando quien les escuche. Sin duda su éxito para fomentar la paz, la fraternidad y el entendimiento humano no apoya, hasta ahora, la creencia de que será capaz de resolver todas las cuestiones acerca de la virtud y el vicio, incluso en su peculiar área religiosa, para satisfacer las necesidades de la humanidad. Él, o sus sucesores, sin duda, se verán obligados, en poco tiempo, a reconocer que han asumido una tarea para la cual toda su inspiración milagrosa resultaba inadecuada y que, necesariamente, debe dejarse a cada ser humano que resuelva por sí misma todas las cuestiones de este tipo, manteniendo en privado sus creencias de lo que es bueno o malo, así como su fe en Dios, porque para ser bondadoso y compasivo no es necesario ir a misa. Y es razonable esperar que los demás ayatolás y salvadores revolucionarios del pueblo, que están algo más retrasados que el Papa, es decir, están poco evolucionados tanto en su actuar como en su ideología, tengan en algún momento motivos para llegar a la misma conclusión. Sin duda, nadie, sin afirmar una inspiración sobrenatural, asumirá una tarea para la que obviamente es necesaria una inspiración de ese tipo. Nadie someterá su propio juicio a las enseñanzas de esos iluminados antes de autoconvencerse erróneamente, por motivos de ignorancia o desesperación, de que éstos tienen algo más que un conocimiento humano ordinario sobre esta materia.
Si esos iluminados, que se sienten respaldadas por el poder popular o por el derecho divino a definir y castigar los vicios de otros hombres, dirigieran sus pensamientos hacia sí mismos; probablemente descubrirían que tienen mucho trabajo que realizar en su casa y que, cuando éste se completara, estarían poco dispuestos a hacer más con el fin de corregir los vicios de otros que sencillamente comunicar los resultados de su experiencia y observaciones. En este ámbito, sus trabajos probablemente podrían ser útiles. Pero en el campo de la infalibilidad y la coerción han sido y algunos siguen siendo expertos, según nos ilustra la historia del pasado y los hechos del presente. A pesar de todo, cabría esperar que tengan menos éxito en el futuro que el que tuvieron en el pasado; aunque si cualquier día escuchamos un telediario, nos desmentirá está suposición.
Por las razones dadas, resulta obvio que el gobierno sería completamente impracticable si tuviera que ocuparse de los vicios y castigarlos como delitos. Cada ser humano tiene sus vicios. Todos los hombres y mujeres tienen vicios. Y son de todo tipo: fisiológicos, mentales, emocionales, religiosos, sociales, económicos, etc., etc. Si el gobierno tuviera que ocuparse de cualquiera de esos vicios y castigarlos como delitos, entonces, para ser coherente, debe ocuparse de todos ellos y castigar a todos imparcialmente. La consecuencia sería que todo el mundo estaría en prisión por sus vicios. No quedaría nadie fuera para cerrar las puertas. De hecho, no podrían constituirse suficientes tribunales para procesar a los delincuentes, ni construirse suficientes prisiones para internarlos. Toda la industria humana de la adquisición de conocimiento e incluso para la obtención de medios de subsistencia se paralizaría, ya que todos deberíamos ser juzgados constantemente y recluidos en prisión por nuestros vicios. Pero aunque fuera posible poner en prisión a todos los viciosos, nuestro conocimiento de la naturaleza humana nos dice que, como norma general, habría más gente en prisión por sus vicios que fuera de ella.
Un gobierno que castigara imparcialmente todos los vicios es una imposibilidad tan obvia que no debería haber nadie lo suficientemente loco como para proponerlo. Sin embargo, la realidad lo desmiente, puesto que ya ha habido algunos que lo han intentado con consecuencias funestas. Otros iluminados no llegan a tanto y proponen que el gobierno castigue algunos o, como mucho, unos pocos vicios que estime peores o más les convengan para afianzar su poder (la obligación de circular por autopista a menos de 110 Kms/h, no fumar, las corridas de toros, la prostitución voluntaria, los videojuegos violentos, los abrigos de pieles, las hamburguesas XXL, el vino, los crucifijos, etc, etc.). Pero esta discriminación es completamente absurda, ilógica y tiránica. ¿Es correcto que algún hombre afirme: “Castigaremos los vicios de otros, pero nadie castigará los nuestros. Restringiremos a los otros su búsqueda de la felicidad de acuerdo con sus propias ideas, pero nadie nos restringirá la búsqueda de nuestra propia felicidad de acuerdo con nuestras ideas. Evitaremos que otros hombres adquieran conocimiento por experiencia acerca de lo que es bueno o necesario para su propia felicidad, pero nadie evitará que nosotros adquiramos ese conocimiento”?
Nadie ha pensado nunca, excepto truhanes o idiotas, hacer suposiciones tan absurdas como éstas. Y aún así, evidentemente, sólo bajo esas suposiciones algunos afirman el derecho a penalizar los vicios de otros, al tiempo que piden que se les evite ser penalizados a su vez.
Nunca se hubiera pensado en un Estado, formado por asociación voluntaria, si el fin propuesto hubiera sido castigar imparcialmente todos los vicios, ya que nadie hubiera querido una institución así o se hubiera sometido voluntariamente a ella. Pero un Estado formado por asociación voluntaria para el castigo de todos los delitos es algo razonable, ya que todo el mundo quiere para sí mismo protección frente a todos los delitos de otros e igualmente acepta la justicia de su propio castigo si comete un delito.
Es una imposibilidad natural que un Estado tenga derecho a penalizar a los hombres por sus vicios, porque es imposible que los gobernantes de un Estado tengan derecho alguno excepto los que tuvieran, previamente, como individuos. Los ciudadanos no podrían delegar en el gobierno de un Estado derechos que no posean por sí mismos. No podrán formar parte de dicho gobierno con más derechos que los que ya poseen como individuos. Ahora bien, nadie, excepto un impostor, puede pretender que, como individuo tenga derecho a castigar a otros hombres por sus vicios.
Todos tenemos un derecho natural, como individuos, a castigar a otros hombres por sus delitos; puesto que todo el mundo tiene un derecho natural no sólo a defender su persona y propiedades frente a agresores, sino también a ayudar y defender a todos los demás cuya persona o propiedad se vean asaltadas. El derecho natural de cada individuo a defender su propia persona y propiedad frente a un agresor, y a ayudar o defender a cualquier otro cuya persona o propiedad se vea asaltada, es un derecho sin el cual los hombres no podrían existir en la tierra. El Estado no tiene existencia legítima, excepto para garantizar y no contravenir este derecho natural de los individuos. Pero la idea de que cada hombre tiene un derecho natural a decidir qué son virtudes y qué son vicios, es decir, qué contribuye a la felicidad de sus vecinos y qué no y a castigarlos por todo lo que no contribuya a ello, es algo que nadie debe tener la imprudencia de afirmar. Son sólo los imbéciles los que afirman que el Estado tiene algún poder legítimo; poder que ningún individuo, en su sano juicio, le ha delegado o podido delegar.
Un papa, un ayatolá, un dictador o un rey, todos gente de carne y hueso, que afirman haber recibido su autoridad directamente del cielo o directamente del pueblo para gobernar sobre sus semejantes; afirmarían tener el derecho, como vicarios de Dios o salvadores revolucionarios de la humanidad, de castigar a la gente por sus vicios. Pero nunca los gobernados lo autorizarían. Para ellos autorizarlo sería un absurdo, porque sería renunciar a su propio derecho a buscar su felicidad. Y renunciar a su derecho a juzgar qué contribuye a su felicidad, es renunciar a su derecho a ser felices.
Ahora podemos ver qué simple, fácil y razonable resulta que sea asunto del gobierno castigar los delitos, comparado con castigar los vicios. Los delitos son pocos y fácilmente distinguibles de los demás actos y la humanidad generalmente está de acuerdo acerca de qué actos son delitos. Por el contrario, los vicios son innumerables y no hay dos personas que se pongan de acuerdo, excepto en relativamente pocos casos, acerca de cuáles son. Más aún, todos desean ser protegidos, en su persona y propiedades, contra las agresiones de otros hombres. Pero nadie desea ser protegido, en su persona o propiedades, contra sí mismo porque resulta contrario a las leyes fundamentales de la propia naturaleza humana que alguien desee dañarse a sí mismo. Uno sólo desea promover su propia satisfacción y ser su propio juez acerca de lo que promoverá y promueve su felicidad. Es lo que todos quieren y a lo que tienen derecho como seres humanos. Y aunque todos cometemos muchos errores y necesariamente debemos cometerlos, dada la imperfección de nuestro conocimiento, esos errores no llegan a ser un argumento en contra, porque todos tienden a darnos la verdadera sabiduría que necesitamos y perseguimos; y que no podemos obtener de otra forma.
El objetivo que se busca al castigar los delitos no sólo es totalmente diferente, sino que se opone de forma directa al que se persigue al castigar los vicios.
El objetivo que se persigue al castigar los delitos es asegurar a todos y cada uno de los hombres por igual, la mayor libertad que pueda conseguirse (consecuentemente con los mismos derechos de otros) para buscar su propia felicidad con la ayuda del propio criterio y mediante el uso de su propiedad. Por otro lado, el objetivo perseguido por el castigo de los vicios es privar a cada hombre de su derecho y libertad natural a buscar su propia felicidad, con la ayuda del propio criterio y mediante el uso de su propiedad.
Por tanto, ambos objetivos se oponen directamente entre sí. Se oponen directamente entre sí como la luz y la oscuridad, o la verdad y la mentira, o la libertad y la esclavitud. Son completamente incompatibles entre sí. Suponer que ambos pueden ser competencia de un gobierno es absurdo, imposible. Sería como suponer que los objetivos de un gobierno son cometer crímenes y prevenirlos, destruir la libertad individual y garantizarla.
Acerca de la libertad individual, cada hombre debe necesariamente juzgar y determinar por sí mismo qué le es necesario y le produce bienestar y qué le destruye; porque si deja de realizar esa actividad por sí mismo, nadie puede hacerlo en su lugar. Y nadie intentará, si quiera, hacerla por él salvo en unos pocos casos. papas, ayatolás, tiranos y déspotas revolucionarios asumirán hacerlo en su lugar, en ciertos casos, si se lo permiten. Pero, en general, sólo lo harán en tanto en cuanto puedan administrar sus propios vicios y delitos al hacerlo. En general, sólo lo harán cuando puedan hacer de él su bufón y su esclavo.
Los padres, sin duda con más motivo que otros, intentan a menudo hacer lo mismo. Pero en tanto practican la coerción o protegen a un niño de algo que no sea real y seriamente dañino, le perjudican más que benefician. Es una ley de la naturaleza que para obtener conocimiento e incorporarlo a su ser, cada individuo debe obtenerlo por sí mismo. Nadie, ni siquiera sus padres, pueden indicarle la naturaleza del fuego de forma que la conozca de verdad. Debe prudencialmente experimentarla él mismo y quemarse, para tomar conciencia de ello.
La madre naturaleza conoce, mil veces mejor que cualquier padre, para qué está designado cada individuo, qué conocimiento necesita y cómo debe obtenerlo. Sabe que sus propios procesos para comunicar ese conocimiento no sólo son los mejores, sino los únicos que resultan efectivos.
Los intentos de los padres por hacer a sus hijos virtuosos generalmente son poco más que intentos de mantenerlos en la ignorancia de los vicios. Son poco más que intentos de enseñar a sus hijos a conocer y preferir la verdad, manteniéndolos en la ignorancia de la falsedad. Son poco más que intentos de enseñar a sus hijos a buscar y apreciar la salud, manteniéndolos en la ignorancia de la enfermedad y de todo lo que la causa. Son poco más que intentos de enseñar a sus hijos a amar la luz, manteniéndolos en la ignorancia de la oscuridad. En resumen, son poco más que intentos de hacer felices a sus hijos, manteniéndolos en la ignorancia de todo lo que les cause infelicidad.
Que los padres puedan ayudar a sus hijos en su búsqueda de la felicidad, dándoles sencillamente los resultados de su propia (de los padres) razón y experiencia, está muy bien y es un deber natural y adecuado. Pero practicar la coerción en asuntos en lo que los hijos son razonablemente competentes para juzgar por sí mismos es sólo un intento de mantenerlos en la ignorancia. Y esto se parece mucho a una tiranía y a una violación del derecho del hijo a adquirir por sí mismo y como desee los conocimientos, igual que si la misma coerción se ejerciera sobre personas adultas. Esa coerción ejercida contra los hijos es una negación de su derecho a desarrollar las facultades que la naturaleza les ha dado y a que sean como la naturaleza les diseñó. Es una negación de su derecho a ser ellos mismos y al uso de sus propias capacidades. Es una negación del derecho a adquirir el conocimiento más valioso, es decir, el conocimiento que la naturaleza, la gran maestra, está dispuesta a impartirles. No me refiero a la sociedad, sino a la naturaleza misma, puesto que la sociedad la gestiona el Estado y ningún padre que se aprecie como tal puede delegar en el Estado la educación de sus hijos, por el peligro que corren de ser adoctrinados en lugar de ser instruidos en conocimientos y sabiduría.
Los resultados de esa coerción privada, de ámbito familiar, no son hacer a los hijos sabios o virtuosos, sino hacerlos ignorantes y por tanto débiles y viciosos, y perpetuar a través de ellos, de edad en edad, la ignorancia, la superstición, los vicios y los errores de los padres.
Quienes pretenden hacer universal esa coerción de carácter público, es decir, para toda la sociedad, son aquellos cuyas teologías alienantes o cuyas ideologías manipuladoras y perversas les han enseñado que la raza humana tiende naturalmente hacia la maldad, en lugar de hacia la bondad; hacia lo falso, en lugar de hacia lo verdadero; que la humanidad no dirige naturalmente sus ojos hacia la claridad o que ama la oscuridad en lugar de la luz; y que sólo encuentra su felicidad en las cosas que les llevan a su desgracia; no hacia el progreso, sino al abismo.
Algunas veces estos hombres, que afirman que el gobierno debería usar su poder para prevenir el vicio, dicen o suelen decir: “Estamos de acuerdo con el derecho de un individuo a buscar a su manera su propia satisfacción y consecuentemente a ser vicioso si le place; sin embargo, el gobierno debería prohibir que se les vendieran los artículos que alimentan su vicio”.
La respuesta a esto es que la simple venta de cualquier artículo (independientemente del uso que se vaya a hacer de él) es legalmente un acto perfectamente inocente. La cualidad del acto de la venta depende totalmente de la cualidad del empleo que se haga de la cosa vendida. Si el uso de algo es virtuoso y legal, entonces su venta para ese uso es virtuosa y legal. Si el uso es vicioso, entonces la venta para ese uso es viciosa. Si el uso es criminal, entonces la venta para ese uso es criminal, tal como vender armas de fuego a alguien no autorizado para su tenencia porque ha delinquido con anterioridad. El vendedor es, como mucho, sólo un cómplice del uso que se haga del artículo vendido, sea virtuoso, vicioso o criminal. Cuando el uso es criminal, el vendedor es cómplice del crimen y se le puede castigar como tal. Pero cuando el uso sea sólo vicioso, el vendedor sería sólo un cómplice del vicio y no se le puede castigar.
Pero nos preguntaremos: “¿No existe un derecho por parte del gobierno de evitar que continúe un proceso que conduce a la autodestrucción?”
La respuesta es que el gobierno no tiene derecho en modo alguno, mientras los calificados como viciosos permanezcan cuerdos (compos mentis), capaces de ejercitar un juicio y autocontrol razonables, porque mientras se mantengan cuerdos debe permitírseles juzgar y decidir por sí mismos si los llamados vicios son de verdad vicios, si realmente les conducen a la destrucción y si, en suma, se dirigirán a ella o no.
Cuando pierdan la cordura (non compos mentis) y sean incapaces de un juicio o autocontrol razonables, sus amigos, familiares, vecinos o el gobierno deben ocuparse de ellos y protegerles de daños, tanto a ellos como a las personas a las que pudieran dañar, igual que si la locura hubiera acaecido por cualquier otra causa distinta de su supuestos vicios.
Pero el hecho de que los vecinos de un hombre supongan que se dirige a la autodestrucción por culpa de sus vicios, no se deduce, por tanto, que no esté cuerdo (non compos mentis) y sea incapaz de un juicio o autocontrol razonables, entendidos dentro del ámbito legal de estos términos. Hombres y mujeres pueden ser adictos a muchos y muy deleznables vicios (como la glotonería, la embriaguez, la promiscuidad, el juego, los tatuajes y piercings, mascar tabaco, fumar y esnifar, tomar opio, llevar corsé, la pereza, la prodigalidad, la avaricia, etc., etc.) y aún así seguir estando cuerdos (compos mentis), capaces de un juicio y autocontrol razonables sin dañar a terceros, tal como se significa en la ley.
Mientras sean cuerdos debe permitírseles controlarse a sí mismos y a su propiedad y ser sus propios jueces y estimar a dónde les llevan sus vicios. Los espectadores pueden esperar que, en cada caso individual, la persona viciosa vea el fin hacia el que se dirige y eso le induzca a rectificar. Pero si elige seguir adelante hacia lo que otros hombres llaman destrucción, debe permitírsele hacerlo. Y todo lo que puede decirse, en lo que se refiere a su vida, es que ha cometido un grave error en su búsqueda de la felicidad. Los otros harán bien en advertir su destino. Acerca de cuál puede ser su situación en la otra vida, es una cuestión teológica de la que la ley en este mundo no tiene más que decir que sobre cualquier otra cuestión que afecte a la situación del hombre en el más allá.
¿Se puede saber cómo determinar la cordura o locura de un hombre vicioso? La respuesta es que tiene que determinarse con el mismo tipo de evidencia que la cordura o locura de aquellos que se consideren virtuosos y no otra. Esto es, por las mismas evidencias con las que los tribunales legales determinan si un hombre debe ser enviado a un manicomio o si es competente para hacer testamento o disponer de otra forma de propiedad. Cualquier duda debe resolverse a favor de su cordura, como en cualquier otro caso, y no de su locura.
Si una persona realmente pierde la cordura (non compos mentis), y es incapaz de un juicio o autocontrol razonable, resulta un crimen por parte de otros hombres darle o venderle medios de autolesión[1]. No hay crímenes más fácilmente punibles ni casos en los que los jurados estén más dispuestos a condenar que aquellos en que una persona cuerda vende o da a un loco un artículo con el cual este último pueda dañarse a sí mismo.
Pero puede decirse que algunos hombres, por culpa de sus vicios, se vuelven peligrosos para otras personas. Por ejemplo: un borracho, a veces resulta pendenciero y peligroso para su familia y otros. Y cabe preguntarse: ¿No tiene la ley nada que decir en este caso?
La respuesta es que si, por la ebriedad o cualquier otra causa, un hombre se vuelve realmente peligroso, con todo derecho no solamente su familia u otros pueden moderarlo hasta el punto que requiera la seguridad de otras personas, sino que a cualquier otra persona (que sepa o tenga base suficiente para creer que es peligroso) se le puede prohibir vender o dar cualquier cosa que haya razones para suponer que le hará peligroso.
Pero del hecho de que un hombre se vuelva pendenciero y peligroso después de beber alcohol y de que sea un delito darle o venderle licor a ese hombre, no tiene porqué ser delito vender licores a los cientos y miles de otras personas que no se vuelven pendencieros y peligrosos al beberlos. Antes de condenar a un hombre por el delito de vender licor a un hombre peligroso, debe demostrarse que ese hombre en particular al que se le vendió el licor era peligroso y también que el vendedor sabía, o tenía base suficiente para suponer, que el hombre se volvería peligroso al beberlo.
La presunción legal de ley sería, en todo caso, que la venta es inocente y la carga de la prueba del delito reside en el gobierno. Y ese caso particular debe probarse como criminal, independientemente de todos los demás.
A partir de estos principios, no hay dificultad en condenar y castigar a los hombres por la venta o regalo de cualquier artículo a un hombre que se vuelve peligroso para otros al usarlo.
Pero a menudo se dice que algunos vicios generan molestias (públicas o privadas) y que esas molestias pueden atajarse y penarse.
Es verdad que cualquier cosa que sea real y legalmente una molestia (sea pública o privada) puede atajarse y penarse. Pero no es cierto que los meros vicios privados de un hombre sean, en cualquier sentido legal, molestos para otro hombre o el público.
Ningún acto de una persona puede ser una molestia para otro, salvo que obstruya o interfiera de alguna forma con la seguridad y el uso pacífico o disfrute de lo que posee el otro con todo derecho.
Todo lo que obstruya una vía pública es una molestia y puede atajarse y penarse. Pero un hotel o tienda o taberna que vendan licores no obstruyen la vía pública más que una tienda de telas, una joyería o una carnicería.
Todo lo que envenene el aire o lo haga desagradable o insalubre es una molestia. Pero ni un hotel, ni una tienda, ni una taberna que vendan licores envenenan el aire o lo hacen desagradable o insalubre a otras personas.
Todo lo que tape la luz a la cual un hombre tenga derecho es una molestia. Pero ni un hotel, ni una tienda, ni una taberna que vendan licores tapan la luz de nadie, salvo en casos en que una iglesia, un colegio o un Ministerio la taparían igualmente. Desde este punto de vista, por tanto, los primeros no son ni más ni menos molestos que los últimos.
Algunas personas habitualmente dicen que una tienda de licores es peligrosa, de la misma forma que una fábrica de pólvora. Pero no hay analogía entre ambos casos. La pólvora puede explotar accidentalmente y ocasionar graves daños. Por esa razón resulta peligrosa para personas y propiedades en su cercanía inmediata. Pero los licores no pueden explotar así y por tanto no son molestias peligrosas en el sentido que lo son las fábricas de pólvora en las ciudades.
Pero también se dice que los lugares donde se consume alcohol están frecuentemente concurridos por hombres ruidosos y bulliciosos, que alteran la tranquilidad del barrio y el sueño del resto de los vecinos.
Esto puede ser ocasionalmente cierto. En todo caso, cuando esto ocurra, la molestia puede atajarse mediante el castigo al propietario y sus clientes y, si es necesario, cerrando el local. Pero un grupo de bebedores ruidosos no es una molestia mayor que cualquier otro grupo de gente ruidosa. Un bebedor alegre y divertido altera la tranquilidad del barrio exactamente en la misma medida que un fanático religioso que canta al alba utilizando megafonía. Un grupo ruidoso de bebedores es una molestia exactamente en la misma medida que unos chavales, a medianoche, utilizando un estéreo a tope en el soportal de tu vivienda. Todos son molestias cuando alteran el descanso y el sueño o la tranquilidad de los vecinos. Incluso un perro que suele ladrar, alterando el sueño o la tranquilidad del vecindario, es una molestia.
Pero se dice que el hecho de que una persona incite a otro al vicio es un crimen.
Es ridículo. Si cualquier acto particular es simplemente un vicio, entonces quien incita a otro a cometerlo, es simplemente cómplice en el vicio. Evidentemente, no comete ningún crimen, pues sin duda un cómplice no puede cometer una infracción superior al autor.
Cualquier persona cuerda (compos mentis), capaz de un juicio y autocontrol razonables, se presume que resulta mentalmente competente para juzgar por sí mismo todos los argumentos, a favor y en contra, que se le dirijan para persuadirle de hacer cualquier acto en particular, siempre que no se emplee fraude para engañarle. Y si se le persuade o induce a realizar la acción, ésta se convierte en propia aunque resulte dañina para sí mismo. No puede alegar que la persuasión o los argumentos a los que dio su consentimiento, sean delitos contra sí mismo.
Por supuesto, cuando hay fraude el caso es distinto. Si por ejemplo, ofrezco veneno a un hombre asegurándole que es una bebida sana e inocua y lo bebe confiando en mi afirmación, mi acción es un delito.
Volenti non fit injuria es una máxima legal. Con consentimiento, no hay daño. Es decir, legalmente no hay error. Y cualquier persona cuerda (compos mentis) capaz de un juicio razonable para determinar la verdad o falsedad de las razones y argumentos a los que da su consentimiento, esta “consintiendo”, desde el punto de vista legal, y asume por sí mismo toda responsabilidad por sus actos, siempre y cuando no haya sufrido un fraude intencionado.
Este principio, con consentimiento, no hay daño, no tiene límites. Excepto en el caso de fraudes o de personas que no tengan capacidad de juzgar en ese caso particular. Si una persona que posee uso de razón y a la que no se engaña mediante fraude consiente en practicar el vicio más deleznable y por tanto se inflige los mayores sufrimientos o pérdidas morales, físicas o pecuniarias, no puede alegar error legal. Para ilustrar este principio, tomemos el caso de la violación. Tener conocimiento carnal de una mujer, sin su consentimiento, es el mayor delito, después del asesinato, que puede cometerse contra ella. Pero tener conocimiento carnal, con su consentimiento, no es delito, sino, en el peor de los casos, un vicio. Y a menudo se sostiene que una adolescente tiene uso de razón de forma que su consentimiento, aunque se procure mediante recompensa o promesa de recompensa, es suficiente para convertir el acto, que de otra forma sería un grave delito, simplemente en un acto de vicio[2].
Vemos el mismo principio en los boxeadores profesionales. Si yo pongo un solo dedo sobre la persona de otro contra su consentimiento, no importa lo suave que sea ni lo pequeño que sea el daño en la práctica, esa acción es un delito. Pero si dos personas acuerdan golpearse la cara mutuamente hasta hacerse papilla, no es delito, sino sólo un vicio.
Incluso los duelos no han sido generalmente considerados como delitos, porque la vida de cada hombre es suya y ambas partes acuerdan que cada una puede acabar con la vida del otro, si puede, mediante el uso de las armas acordadas y de conformidad con ciertas reglas que han aceptado mutuamente. Y esta es una opinión correcta, salvo que se pueda decir (posiblemente no) que “la ira es locura” privando a los hombres de su razón hasta el punto de impedirles razonar.
El juego es otro ejemplo del principio de que con consentimiento no hay daño. Si me llevo un solo céntimo de la propiedad de un hombre, sin su consentimiento, el acto es un delito. Pero si dos hombres, que se encuentran compos mentis, poseen capacidad razonable de juzgar la naturaleza y posibles consecuencias de sus actos, se reúnen y cada uno voluntariamente apuesta su dinero contra el del otro al resultado de una tirada de dados y uno de ellos pierde todas sus propiedades (sean lo grandes que sean), no es un delito, sino sólo un vicio.
Ni siquiera sería un crimen ayudar a una persona a suicidarse, si ésta posee uso de razón.
Es una idea algo común que el suicidio es en sí mismo un evidencia concluyente de locura. Pero, aunque normalmente puede ser una fuerte evidencia de locura, no es concluyente en todos los casos. Muchas personas, con indudable uso de razón han cometido suicidio para escapar de la vergüenza del descubrimiento público de sus crímenes o para evitar alguna otra gran calamidad para sus seres queridos. El suicidio, en estos casos puede no haber sido la respuesta más sensata, pero sin duda no era una prueba de falta alguna de capacidad de razonar[3]. Y si estaba dentro de los límites de lo razonable, no era un crimen que otras personas le ayudaran proporcionándole los instrumentos o cualquier otra forma. ¿Y si, en esos casos, no sería un crimen ayudar al suicidio, no sería absurdo decir que es un crimen ayudar a alguien en algún acto que sea realmente placentero y que una gran parte de la humanidad ha creído útil?
Sin embargo, algunas personas suelen decir que el abuso de las drogas es el principal motivo de los delitos, que “llena nuestras prisiones de criminales” y que esta razón es suficiente para prohibir su venta.
Quienes dicen eso, si hablan seriamente, hablan a tontas y a locas. Evidentemente quieren decir erróneamente que un gran porcentaje de los delitos los cometen personas cuyas pasiones criminales se ven excitadas, en ese momento, por el abuso de las drogas y como consecuencia de ese abuso.
En primer lugar, los peores delitos que se cometen en el mundo los provocan principalmente la maldad, la avaricia, la ambición y los fanatismos ideológicos y teológicos; o una mezcla de varios.
Los peores crímenes son las guerras que llevan a cabo ciertos Estados para someter, esclavizar y destruir a otros.
Los delitos que se cometen en el mundo que quedan en segundo lugar también los provocan hombres calculadores, que mantienen la cabeza fría y serena y no tienen intención alguna de ir a prisión por ellos. Se cometen, no tanto por personas que violan la ley, sino por hombres que, por sí mismos o mediante sus instrumentos, hacen las leyes, por hombres que se han asociado para usurpar un poder arbitrario y mantenerlo por medio de la fuerza y el fraude y cuyo propósito al usurparlo y mantenerlo es asegurarse a sí mismos, mediante esa legislación injusta y desigual, esas ventajas y monopolios que les permiten controlar y extorsionar el trabajo y propiedades de otros, empobreciéndoles así, con el fin de satisfacer su propia riqueza y engrandecimiento[4]. Los robos e injusticias cometidos por estos hombres a veces escondidos en las faldas de la democracia, de conformidad con las leyes (es decir, sus propias leyes), son como montañas frente a simples colinas, comparados con los delitos cometidos por otros criminales al violar las leyes bajo el efecto de las drogas.
Pero también existe un gran número de fraudes de distintos tipos cometidos en transacciones de comercio, cuyos autores, con su amistad con el gobierno de turno, su frialdad y su sagacidad, evitan que operen las leyes. Y sólo sus mentes frías y calculadoras les permiten hacerlo. Los hombres bajo el influjo de bebidas intoxicantes están poco dispuestos y son completamente incapaces para practicar con éxito estos fraudes. Son los más incautos, los menos exitosos, los menos eficientes y los que menos debemos temer de todos los criminales de los que las leyes deben ocuparse.
Los ladrones, atracadores, rateros, falsificadores y estafadores profesionales, que atentan contra la sociedad son cualquier cosa menos drogadictos imprudentes. Su negocio es de un carácter demasiado peligroso para admitir esos riesgos en los que incurrirían.
Los delitos que pueden considerarse como cometidos bajo la influencia de drogas como el alcohol son principalmente agresiones y reyertas, no muy numerosas y generalmente no muy graves. Algunos hurtos y otros pequeños ataques a la propiedad, se cometen, a veces, bajo la influencia de la bebida o, con "el mono puesto" por la necesidad de consumir droga, por parte de personas poco inteligentes, generalmente delincuentes no habituales. Las personas que cometen estos dos tipos de delitos no son más que unas pocas que se caracterizan por su debilidad física y mental. Porque hay que ser muy gilipollas para engancharte con una droga con la información de la que se dispone actualmente sobre sus efectos extremadamente nocivos.
Pienso que debe estimarse que estos pocos hombres presos de su adicción son mucho más dignos de compasión que de castigo, porque fue su falta de inteligencia y débil voluntad determinadas genéticamente , más que su adicción al alcohol u otras drogas, lo que les llevó a a cometer los delitos, cuyo castigo, en todo caso, sería resarcir a las víctimas el daño causado y ayudarle a salir de esa maldita adicción al igual que se ayuda a una persona a superar el cáncer. La legalización de las drogas acabarían con todos estos tipos de delitos.
Sólo aquellas personas que tienen poca capacidad o disposición a iluminar, fomentar o ayudar a la humanidad, poseen esa violenta pasión por gobernarlos, dominarlos y castigarlos. Si en lugar de mantenerse al margen y consentir y sancionar todas las leyes por las que el hombre débil es en el primer lugar sometido, oprimido y desalentado y después castigado como un criminal, se dedicaran a la tarea de defender sus derechos y mejorar su condición legalizando las drogas; tendrían poca necesidad de hablar sobre leyes y prisiones para los drogadictos. Si estos hombres, que tienen tantas ganas de suprimir esos delitos se dirigieran a la gente para pedir ayuda para acabar con los delitos del gobierno, demostrarían su sinceridad y sentido común más claramente que ahora. Porque cuando todas las leyes sean tan justas y equitativas que hagan posible que todos los hombres y mujeres vivan en libertad, honrada y virtuosamente y les hagan sentirse cómodos y felices en un Estado de Derecho con separación de poderes donde la Ley es igual para todos, habrá muchas menos ocasiones que ahora para acusar a algunos de vivir deshonesta y viciosamente.
Pero también se dice que el consumo de bebidas alcohólicas y otras drogas lleva a la pobreza y por tanto hace a los hombres mendigos y grava a los contribuyentes, y que esta es razón suficiente para que deba prohibirse su venta.
Hay varias respuestas a este argumento.
Una respuesta es que si el consumo de droga lleva a la pobreza y la mendicidad es una razón suficiente para prohibir su venta, igualmente es una razón suficiente para prohibir su consumo, ya que es el consumo y no la venta, lo que lleva a una vida desgraciada. El vendedor, como mucho, sería simplemente un cómplice del bebedor. Y es una norma legal, y también de la razón, que si el principal actor no puede ser castigado, tampoco puede serlo el cómplice.
Una segunda respuesta al argumento sería que si el gobierno tiene derecho y se ve obligado a prohibir cualquier acto (que no sea criminal) simplemente porque se supone que lleva a una existencia mísera, siguiendo la misma lógica, tiene derecho y se ve obligado a prohibir cualquier otro acto (aunque no sea criminal) que, en opinión del gobierno, lleve a una vida desgraciada. Y bajo este principio, el gobierno no sólo tendría el derecho, sino que se vería obligado, a revisar los asuntos privados de cada hombre y sus gastos personales y determinar si cada uno de ellos lleva o no a la miseria y a prohibir y castigar todos los de la primera clase. Entonces, un hombre no tendría derecho a gastar un céntimo de su propiedad de acuerdo con sus gustos o criterios, salvo que el legislador sea de la opinión de que ese gasto no le lleva a la pobreza.
Una tercera respuesta al mismo argumento sería que si un hombre se entrega a la pobreza e incluso a la mendicidad (sea por sus vicios o sus virtudes), el gobierno no tiene obligación de ocuparse de él, salvo que quiera hacerlo. Puede dejarle perecer en la calle o hacerle depender de la caridad privada, si quiere. Puede cumplir su libre deseo y discreción en este asunto, porque en este caso estaría fuera de toda responsabilidad. No es, necesariamente, obligación del gobierno ocuparse de los pobres. Un gobierno (esto es, un gobierno legítimo) es simplemente una asociación voluntaria de individuos, que se unen para los propósitos que les parezcan y sólo para esos propósitos. Si ocuparse de los pobres (sean éstos virtuosos o viciosos) no es uno de esos propósitos, el gobierno como tal no tiene más derecho ni se ve más obligado a hacerlo que un banco o una compañía de ferrocarriles.
Sea cual sea la moralidad que tengan las reclamaciones de un hombre pobre (sea éste virtuoso o vicioso) acerca de la caridad de sus conciudadanos, no puede reclamar legalmente contra ellos. Puede depender totalmente de su caridad, si se dejan. No puede demandar, como un derecho legal, que deben alimentarle y vestirle. No tiene más derechos morales o legales frente a un gobierno (que no es sino una asociación de individuos) que los que pueda tener sobre cualquier otro individuo respecto de su capacidad privada.
Por tanto, de la misma forma que un pobre (sea virtuoso o vicioso) no tiene más capacidad de reclamar, legal o moralmente al gobierno comida o vestido que la que tiene frente a personas privadas. Un gobierno no tiene más derecho que una persona privada a controlar o prohibir los gastos o las acciones de un individuo justificándolas en que le llevan a la pobreza.
El señor A, como individuo, claramente no tiene derecho a prohibir las acciones o gastos del señor Z, aunque tema que esas acciones o gastos puedan llevarle (a Z) a la pobreza y que Z puede, por tanto, en un futuro indeterminado, pedirle afligido (a A) algo de caridad. Y si A no tiene, como individuo, ese derecho a prohibir cualquier acción o gasto de Z, el gobierno, que no es más que una asociación de individuos, no puede tener ese derecho.
Sin duda, ningún hombre compos mentis mantendría que su derecho a disponer y disfrutar de su propiedad conllevaría la autorización a algunos o todos sus vecinos (se hagan llamar a sí mismos gobierno o no) a intervenir y prohibirle cualquier gasto, excepto aquellos que piensen que no le llevarán a la pobreza y no le conviertan en alguien que les reclame caridad.
Si un hombre compos mentis llega a la pobreza por sus virtudes o sus vicios, nadie puede tener derecho alguno a intervenir basándose en que puede apelar en el futuro a su compasión, porque si se apelara a ella, tendría perfecta libertad para actuar de acuerdo con su gusto y criterio respecto a atender sus solicitudes.
El derecho a rechazar dar caridad a los pobres (sean éstos virtuosos o viciosos) es un derecho sobre el que los gobiernos siempre actúan. Ningún gobierno hace más provisiones para los pobres que las que quiere. En consecuencia, los pobres quedan, en su mayor parte, dependiendo de la caridad privada. De hecho, a menudo se les deja sufrir enfermedades e incluso morir porque ni la caridad pública ni la privada acuden en su ayuda. Qué absurdo es, por tanto, decir que el gobierno tiene derecho a controlar el uso de la propiedad de la gente, por miedo a que en el futuro lleguen a ser pobres y pidan caridad.
Incluso una cuarta respuesta al argumento sería que el principal y único incentivo por el que cada individuo tiene que trabajar y crear riqueza es que puede disponer de ella de acuerdo con su gusto y criterio, así como para su propio lucro, satisfacción o de quienes ame[5].
Aunque un hombre, por inexperiencia o mal juicio, gaste parte de los productos de su trabajo de forma poco juiciosa y por tanto no consiga el máximo bienestar, adquiere sabiduría en ello, como en todo, a través de la experiencia, por sus errores tanto como por sus éxitos. Y esta es la única manera de la que puede adquirir sabiduría. Cuando se convenza de que ha hecho un gasto absurdo, no volverá a hacer algo parecido. Y debe permitírsele hacer sus propios experimentos a su satisfacción, ya que de otra forma no tendría motivo para trabajar o crear riqueza en absoluto.
Todo hombre debería mejor ser un salvaje y libre para crear o procurar sólo esa pequeña riqueza que pueda controlar y consumir diariamente, que ser un hombre civilizado que sepa cómo crear y acumular riqueza indefinidamente y al que no se le permita disfrutar o disponer de ella, salvo bajo la supervisión, dirección y dictado de una serie de idiotas y tiranos entrometidos y sobrevalorados, quienes, sin más conocimiento que el de sí mismos y quizás ni la mitad de eso, asumirían su control bajo la justificación de que no tiene el derecho o la capacidad de determinar por sí mismo qué debería hacer con los resultados de su propio trabajo.
Una quinta respuesta al argumento sería que si fuera tarea del gobierno vigilar los gastos de cualquier persona (compos mentis y que no sea criminal) para ver cuáles llevan a la pobreza y cuáles no y prohibir y castigar los primeros, entonces, siguiendo esta regla, se vería obligado a vigilar los gastos de todas las demás personas y prohibir y castigar todo lo que, en su criterio, lleve a la pobreza.
Si ese principio se llevara a efecto imparcialmente, la consecuencia sería que toda la humanidad estaría tan ocupada en vigilar los gastos de los demás y en testificar, acusar y castigar aquellos que lleven a la pobreza, que no quedaría en absoluto tiempo para crear riqueza. Todo el mundo capaz de realizar un trabajo o empresa productivos, o bien estaría en la cárcel o actuaría como juez, jurado, testigo o carcelero. Sería imposible crear suficientes tribunales para juzgar o construir suficientes prisiones para contener a los delincuentes. Cesaría toda labor productiva y los idiotas que estuvieran tan atentos a prevenir la pobreza, no sólo serían pobres, prisioneros y famélicos, sino que harían que los demás fueran asimismo pobres, prisioneros y famélicos.
Si lo que se quiere decir es que un hombre puede al menos verse obligado con todo derecho a apoyar a su familia y, en consecuencia, a abstenerse de todo gasto que, en opinión del gobierno, le lleve a impedirle realizar esta labor, pueden darse varias respuestas. Pero con sólo esta es suficiente: ningún hombre, salvo un loco o un malvado, aceptaría que sufra su familia, si esa aceptación fuera una excusa del gobierno para privarle de su libertad personal o del control de su propiedad.
Cuando se otorga a un hombre su libertad natural y el control de su propiedad, normalmente, casi siempre, su familia es su principal objeto de orgullo y cariño y querrá, no sólo voluntariamente, sino con la máxima dedicación, emplear sus mejores capacidades de cuerpo y mente, no sólo para proveerles las necesidades y placeres ordinarios de la vida, sino a prodigarles todos los lujos y cuidados que con su trabajo pueda obtener.
Un hombre no entabla una obligación legal ni moral con su esposa o hijos para hacer algo por ellos, excepto cuando puede hacerlo de acuerdo con su libertad personal y su derecho natural a controlar su propiedad a su discreción.
Si un gobierno puede interponerse y decir a un hombre (que esté compos mentis y cumple con su familia como cree que debe cumplir y de acuerdo con su juicio, por muy imperfecto que éste sea): “Nosotros (el gobierno) sospechamos que no estás empleando tu trabajo de la mejor forma para tu familia, sospechamos que tus gastos y tus disposiciones sobre tu propiedad no son tan juiciosos como deberían ser en interés de tu familia y por tanto te pondremos, a ti y a tu propiedad, bajo vigilancia especial y te indicaremos lo que puedes hacer o no contigo y con tu propiedad. De ahora en adelante tu familia nos tendrá a nosotros (el gobierno) y no a ti, como apoyo”. Si un gobierno pudiera hacer esto, quedarían aplastados todo orgullo, ambición y cariño que un hombre pueda sentir por su familia. Si lo acata no tendrá nunca una familia (que pueda reconocer públicamente como suya). Lo lógico es que arriesgue su propiedad y su vida para derrocar una tiranía tan insultante, despiadada e insufrible. Y cualquier hombre o mujer que quiera que su cónyuge (siendo éste compos mentis) se someta a un insulto y prohibición tan antinatural, no merece en absoluto su cariño ni ninguna otra cosa que no sea su desprecio.
Otra respuesta completa al argumento de que el abuso del alcohol u otra droga lleva a la miseria es que, por regla general, pone el efecto por delante de la causa. Supone que es el abuso del alcohol el que causa la miseria, en lugar de que la miseria es la que causa el abuso del alcohol, pero no siempre. Hay ebrios acaudalados y con alto nivel de vida como es el caso del marido de una princesa de Mónaco. Asimismo muchos sustituyen el alcohol por la cocaína. Ricos y pobres coinciden en la falta de inteligencia y espíritu débil y poco voluntarioso para afrontar la adicción.
La pobreza no es la madre natural de prácticamente toda ignorancia, vicio, crimen y miseria en el mundo[6]. La envidia, la pereza o el fanatismo influyen mucho más. Ben Laden no era lo que se dice un pobre. Era hijo de unos padres acomodados dedicados a la construcción en Arabia Saudita. Tampoco nadaban en la miseria los terroristas que se inmolaron en la torres gemelas tripulando un avión.
[1] Dar a un loco un puñal u otra arma o cosa con la que pueda autolesionarse, es un crimen.
[2] La ley española permite que una niña embarazada, sin consentimiento de sus padres, pueda matar a su hijo que lleva en el vientre; pero necesita ese consentimiento para realizar otras cosas cuya vida de un tercero no peligra. También recordemos esas leyes liberticidas que prohíben fumar, a niñas y mayores, en lugares cuya propiedad es privada.
[3] Catón se suicidó para evitar caer en las manos de César. ¿Quién hubiera sospechado que estuviera loco? Bruto hizo lo mismo. Colt se suicidó sólo aproximadamente una hora antes de ser ahorcado. Lo hizo para evitar traer a su nombre y a su familia la desgracia de que se dijera que le habían ahorcado. Esto, sea o no sensato, fue claramente un acto dentro de lo razonable. ¿Supone alguien que la persona que le dio el instrumento necesario era un criminal?
[4] Un ejemplo de este hecho se encuentra en imperios como fue el Inglés, cuyo gobierno durante más de mil años no ha sido más que una banda de ladrones que ha conspirado para monopolizar la tierra y, en la medida de lo posible, el resto de la riqueza. Esos conspiradores, haciéndose llamar reyes, nobles y terratenientes han detentado, por la fuerza o el fraude, el poder civil y militar; se han mantenido en el poder únicamente por la fuerza y el fraude y el uso corrupto de su riqueza y sólo han empleado su poder para robar y esclavizar a la mayor parte de su gente y someter y esclavizar a otros. Y el mundo ha estado y está lleno de ejemplos sustancialmente similares. Y, como podemos imaginar, el gobierno de Julio Cesar, Napoleón, Hitler , Stalin o iluminados déspotas de otras naciones no difiere mucho en este aspecto.
[5] Por este solo incentivo estamos en deuda por toda la riqueza creada a través del trabajo humano y el emprendimiento acumulado en beneficio de la humanidad.
[6] Existen grandes crímenes que unos pocos, autodenominándose gobiernos que dicen ser democráticos, practican sobre una parte de la población, mediante una tiranía sistemática y organizada. Y sólo la desesperación, la envidia, la ignorancia y consecuente debilidad de la mayoría, les permite adquirir y mantener sobre la ciudadanía un poder tan arbitrario.
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